Los tartesios ¿eran fenicios?
In Arqueologia, Fenicios, Historia on 11/10/2012 at 11:11
Piel de toro
Pectoral
de oro en forma de piel de toro, procedente de El Carambolo. Los casi
tres kilogramos de oro que en 1958 se hallaron en el cerro de El
Carambolo, próximo a Sevilla, precedieron la excavación, entre los años
2002 y 2005, de un recinto sagrado edificado allí en el siglo VIII a.C.,
que fue remodelado y ampliado en el siglo siguiente. Aunque este
santuario es de tipo fenicio, su altar en forma de piel de toro
extendida, que se corresponde con los pectorales del tesoro que tienen
igual forma, constituiría un rasgo original del mundo tartesio. Puede
que las joyas que forman el tesoro de El Carambolo fuesen ornamentos de
una imagen de culto (quizás adornaron toros sagrados) o atributos
sacerdotales.
Crédito: Oronoz / Album
Según cuenta el Antiguo Testamento, en el siglo X a. C. las naves de
Salomón, el rey de Israel, volvían cada tres años cargadas de oro de un
lejano y misterioso lugar llamado Tarsis: «El rey Salomón tenía en el
mar naves de Tarsis con las de Hiram [rey de Tiro], y cada tres años
llegaban las naves de Tarsis, trayendo oro, plata, marfil, monos y
pavones». La cita procede del Libro de los Reyes, escrito allá por el
siglo VII a.C., pero nos remite tres siglos atrás, cuando la opulencia
mineral del sur de la península Ibérica atraía hasta el otro extremo del
Mediterráneo a los primeros navegantes semitas. La mayoría de
historiadores lo tiene claro: el primer autor que mencionó a Tarsis se
estaba refiriendo a las relaciones comerciales que los israelitas
mantenían con Tartessos, el reino situado más allá de las columnas de
Hércules (el estrecho de Gibraltar), en el Bajo Guadalquivir, que rigió
el mítico rey Argantonio. Desde esta primera mención, el aura enigmática
en torno a Tartessos no se ha desvanecido. Viajeros, filólogos y
arqueólogos se han lanzado durante decenios a la búsqueda de los restos
de aquella civilización que floreció entre los años 1000 y 500 a.C.,
para desaparecer luego y caer en un olvido silencioso que ha durado
hasta hace poco, inmersa en una nebulosa de incertidumbres y conjeturas.
Tartessos y la Atlántida
El interés por la misteriosa Tartessos se remonta a la Antigüedad.
Diversos historiadores y viajeros griegos de los siglos VI al IV a.C.
dejaron constancia de lo que se sabía, o creía saberse, sobre aquella
civilización. Tal fue el caso de Hecateo de Mileto, de Heródoto y, sobre
todo, de Avieno, que en su Ora marítima hablaba de un río llamado
Tartessos que ceñía la isla en la que se encontraba la ciudad, también
denominada Tartessos. Otro autor del siglo IV a.C., Eforo, se refería
igualmente a «un mercado muy próspero, la llamada Tartessos, ciudad
ilustre, regada por un río que lleva gran cantidad de estaño, oro y
cobre de Céltica». A todos ellos se sumó una referencia aún más
intrigante, la de la Atlántida cantada por Platón en sus Diálogos,
particularmente en el Timeo, y que muchos no dudaron en identificar con
Tartessos. ¿A qué, si no, podría aludir Platón cuando describe la
Atlántida como «una gran isla, más allá de las columnas de Heracles,
rica en recursos mineros y fauna animal»? Incluso arqueólogos
contemporáneos han creído hallar los restos de la Atlántida en la región
tartesia. Pero, de momento, se trata de una conexión imposible, basada
más en las fabulaciones que en las certezas. Tal es caso de la tesis del
francés Jacques Collina-Girard, que ubicó en 2001 la Atlántida en la
isla Espartel, a medio camino entre Cádiz y Tánger; y de los
avistamientos de Rainer Kuehne, quien en 2004 dijo haber localizado con
imágenes aéreas los vestigios del templo de «plata» consagrado a
Poseidón y el templo «dorado» levantado en honor a Cleito en la Marisma
de Hinojos, cerca de Cádiz.
Al margen de la cuestión de la Atlántida, el primer autor que intentó
localizar con exactitud Tartessos fue un filólogo, Antonio de Nebrija,
responsable de la primera gramática castellana. En 1492, Nebrija
identificó Tartessos con el río Betis (Guadalquivir) y con el paisaje de
brazos marinos que formaba el río en su desembocadura. Pero las
conjeturas de Nebrija, emitidas desde la intuición, no contaban con
ningún tipo de respaldo arqueológico.
Tras las riquezas de Argantonio
La investigación arqueológica se hizo esperar hasta el siglo XIX. El
primero que removió las entrañas andaluzas en busca de Tartessos fue
George Bonsor, un pintor anglofrancés que quedó fascinado por los
paisajes de Andalucía y que, desde la década de 1880, cambió lienzo y
acuarela por pico y pala en cuanto comprobó el potencial arqueológico
que se extendía bajo sus pies. Nadie le había enseñado a excavar, pero
su ilusión pudo más que su bisoñez. Bonsor recuperó un alijo de piezas
tartésicas en diversas necrópolis sevillanas como las de Cruz del Negro,
Carmona, Setefilla y Cerro del Trigo.
A Bonsor lo siguió el alemán Adolf Schulten, gran impulsor de la
investigación en el yacimiento de Numancia, de donde salió enemistado
con las autoridades culturales españolas. Schulten quería seguir el
ejemplo de su compatriota Schliemann, que había desenterrado Troya
gracias a su fe en las fuentes clásicas. La Ora marítima de Avieno sería
para Schulten lo que la Ilíada había sido para Schliemann; y el Coto de
Doñana haría las veces de colina de Hissarlik, en Turquía, donde
Schliemann encontró, en 1873, la Troya cantada por Homero.
Schulten pretendía demostrar que Tartessos yacía en las Marismas de
Doñana y pasó a la acción con la ayuda de Bonsor. Se hizo con las
herramientas necesarias y dirigió la ambiciosa aventura de localizar
allí Tartessos. Pero al final lo único que encontró fueron unas ruinas
de época romana en el llamado Cerro del Trigo. Schulten fracasó, pero su
contribución no dejó por ello de ser importante. Su obra Tartessos,
publicada en 1924, sirvió para ordenar todos los conocimientos que se
tenían sobre la antigua civilización del Guadalquivir y constituyó el
punto de partida de investigaciones posteriores.
Todos los testimonios legados por las fuentes se refieren a Tarsis o
Tartessos como una civilización de alma metalúrgica: «El más elegante de
los mercados, la ciudad del oro y la plata…». Tanto es así que
Argantonio, el rey tartesio por antonomasia, lleva la plata (Arg-)
incorporada a su nombre. Pero...